jueves, 30 de junio de 2011

Paz de Fuego

Cuando supe de su llegada no me lo quise perder. Soy instructor de vuelo y en la noche tomé el Learjet donde doy las prácticas, total nadie se enteraría. Llené los tanques de combustible y tomé refrescos y bocadillos de la máquina del aeroclub. Me despedí de California levantando el morro hacia el pacifico. El tráfico aéreo era un locura, yo sin plan de vuelo un kamikaze. El viaje largo, los nervios al límite y la radio un caos. Inútil pedir permiso para tocar tierra. Sumé un riesgo más para no perderme el show, me colé detrás de un Cessna 206 y abandoné el avión al final de la pista donde no molestaría a nadie.
Hawaii me recibió caliente y húmeda. Pele estaba muy inquieta esperándolo, se le notaba por su aliento sulfuroso, pocas veces ocurre algo tan grande, pero cuando lo hace deja su huella profunda.
Una furgoneta del aeródromo –con las llaves puestas– me llevó por la Hawaii Belt Road hasta Whittigong Park, donde podría verlo llegar sin límites visuales. Vi un sitio ideal, el sol comenzaba a brillar y tomé una foto. La colgué en Google Maps desde mi móvil, dudando de la certeza de mis convicciones.
Caminé hacia el mar al pié de la autovía, me senté al borde del acantilado. Los científicos habían previsto el impacto en el pacifico, llegando por el este, madrugador. El ruido acalló mis pensamientos, levante la cara y la enorme estela rayó el firmamento. Había llegado, gigantesco como el sol, cayendo sobre Pele indefensa, manotazo del creador de por medio.
Me puse de pie, abrí mis brazos y cerrando los ojos me quedé esperando que no doliera más que la vida misma, esta paz que recibía con fuego.

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